El último par de años de la década del 2000 trabajé en un bar de San Miguel de Allende donde muchos retirados extranjeros -principalmente de Estados Unidos y Canadá- pasaban sus tardes entre copas y charlas larguísimas en inglés. Ahí fue que me volví un experto en Mixología porque, a diferencia de otros lugares donde había laborado previamente, los cocteles que estos señores ricos ordenaban no eran como los que estaba acostumbrado a hacer; sí, algunos me pedían una cuba libre como las de toda la vida, pero otros me podían pedir unas “medias de seda” (una medida de ron blanco de buena calidad, una de leche condensada, una de leche evaporada, un cuarto de granadina y cinco medidas de hielo picado se mezclan bien en una licuadora a velocidad lenta durante 47 segundos cronometrados, se sirve en una copa coctelera y se adorna con una pizca de canela molida antes de servir) o un manhattan seco (una medida de whisky de centeno, media de Vermouth seco y un golpe de angostura se mezclan amablemente en el shaker con cubitos de hielo y se sirve una copa de Martini, puede adornarse con una aceituna o una raja de cáscara de limón).
Entre los habituales que ordenaban este tipo de cosas resaltaba para mí un viejo de gorra negra y chamarra de borrega que aparecía la primera noche tras caer el invierno y prácticamente iba al bar todos los días hasta bien entrado marzo, que regresaba a su ciudad. Una de las habilidades clave del barman es la sociabilidad para conocer a sus clientes porque recordemos que la experiencia de un bar no es lo que te tomas sino las historias que vives ahí, por lo que, tras algunas semanas, comencé a charlar con él. Me resultaba un personaje curioso porque cada noche pedía un trago distinto. Si veía que tenía problemas preparándolo o que sacaba mi recetario, de inmediato me decía la receta o me corregía el proceso de preparación un par de veces al mes me regresaba la copa, diciendo que estaba mal preparado, que sabía demasiado a alcohol, que empezara de nuevo y supervisaba cada uno de mis movimientos, indicándome qué había hecho mal en el intento anterior.
El señor se apellidaba Brown y era de Calgary, Canadá. En ese momento tenía casi ochenta años y desde hacía veinte escapaba del frío invernal de su tierra hacia el sur, hacia San Miguel, donde tenía una pequeña casa. Toda su vida había trabajado en la industria maderera, siendo leñador y luego jefe de cuadrillas de leñadores. De muy joven peleó en la Segunda Guerra Mundial, pero decía que nunca le tocó estar en el frente. Mr. Brown a lo largo de su vida había desarrollado un paladar privilegiado porque, en contra de lo que uno podría creer de un recio leñador canadiense, no bebía para embriagarse sino para disfrutar el sabor de los cocteles. No aceptaba menos que un coctel cercano a la perfección tanto en color, temperatura, sabor y presentación.
“Bryan -me decía cuando ya me había agarrado confianza-, no existe mentira más grande en el mundo de los bares que el que a la gente le gusta el sabor del alcohol. ¡Ese es un gusto adquirido! cuando somos adolescentes decimos que lo disfrutamos para pertenecer y demostrar nuestra supuesta hombría mientras que nos sometemos a la tortura de tener que tomar directo de botellas baratas mientras controlamos las arcadas. Pero no, no conozco una sola persona que siga con esa conducta por el mero placer de la bebida quemante en su garganta y en su estómago. ¡Ni siquiera los rusos y los pueblos de arriba del círculo polar ártico beben vodka porque les guste, sino para sacudirse el frío que les cala durante las nevadas! Una copita, un “caballito” como le llaman aquí no está mal y puede ser agradable, pero ¿Shots de cinco caballitos de tequila en un minuto? A nadie realmente le gusta, pero lo hacen para pertenecer a un grupo” mientras bebía un B-52 (una medida de licor de café, una de crema de whiskey irlandés y una de licor de naranja vertidas en ese orden con mucho cuidado para que los ingredientes se mantengan en fases separadas en un vaso old fashioned con siete cubitos de hielo, se sirve con un agitador pequeño).
El viejo Mr. Brown me hizo reflexionar en ese asunto desde entonces pregunté a mis comensales ¿Por qué bebes este coctel? Como él había vaticinado, nadie me respondió “por el sabor del alcohol” o “porque me quiero embriagar”, sino otra serie de ideas que puedo resumir como “porque disfruto mucho su sabor”. Incluso una Cuba bien hecha está a años luz de distancia de esos vasos altos que sirven en algunos bares con mitad ron barato mitad algún refresco de Cola de baja calidad. Creo que parte del éxito de mi negocio viene de ahí, de personas que saben que, pidan lo que pidan a la barra, recibirán una receta pensada para su disfrute y no que busca que se pasen de copas. Además, como ya dije en mi primer artículo, las bebidas preparadas con mucho alcohol aumentan nuestros costos y reducen nuestro margen de beneficio por vaso.
Todavía me acuerdo de esas noches de charla coctelera mientras repartía tres medidas de Gin, dos de jugo de limón amarillo, una y media de granadina en dos vasos altos con cuatro hielitos cada uno y rellenaba hasta el tope con agua mineral fría para preparar un par de Singapore Slings, la bebida con la Mr. Brown y yo, brindábamos.